París, julio de 1940 y una nota manuscrita sobre la mesa


Un micro-relato de Joseba González Zuazo

El 5 de junio de 1940, la Wehrmacht inicia un gran ataque contra Francia; tan solo 9 días más tarde, el 14 de junio, ocupa París. El gobierno francés y muchos habitantes de la ciudad, así como refugiados españoles que habían llegado apenas hace un año, ya han huido para entonces; solo unos pocos, por exceso de confianza o por ánimo de resistencia, se quedan. Uno de ellos es Julián Zugazagoitia. 

El ambiente en París los últimos días es de una efervescencia ansiosa y desconfiada; los rumores y las noticias de las actuaciones de la Gestapo se suceden. Los rostros que se cruzan en la calle reflejan un miedo abismal en sus miradas y socavan el ánimo de uno que no sabe a ciencia cierta si son la expresión de un delatado o de un delator. Cuando sale del portal 6 de la rue du Commerce, en la cabeza de Julián aún resuenan las palabras de advertencia de Luis, hermano de Lorenzo, viejo conocido suyo del barrio de El Boquete y que ha llegado desde Burdeos hace poco más de un año: —Julián, tienes mujer e hijos, escapa con ellos; ya nos quedamos aquí los que no tenemos familia. 

Con ese pensamiento en la cabeza se descubre a sí mismo ante el portal de la sede parisina donde suelen reunirse él y otros compañeros para coordinar la ayuda a los refugiados españoles recién llegados a la capital  francesa. Echa una mirada a derecha e izquierda y cruza el zaguán. Sube las escaleras de dos en dos hasta el segundo piso, una vez frente a la puerta de la sede abre con su llave y entra. 

—¡Ramón!,… ¡Juan!! —vocea. Nadie responde. Un gesto de contrariedad asoma en su rostro; es extraño que a estas horas no haya nadie. No quiere darle más importancia. Toma un papel del escritorio cercano al ventanal y una estilográfica con las que compone una rápida nota.

Querido Lamoneda: Mi mala suerte quiere que hoy, que he venido a veros, no encuentre a nadie. Debo suponer que estáis y que vuestro trabajo sigue. No sé nada ni por vosotros, ni por don juan, ni por el S. E. R. E. Vivo, pues, en la felicidad del ignorante. Estoy persuadido de que esta ola de pánico que se ha desencadenado en París, no os afectará, por vuestra mayor experiencia de lo que son estas cosas. Si tenéis tiempo, pues, de pensar en asuntos ajenos, no olvidéis que son muchos los afiliados que os agradecerán vuestro consejo y mejor vuestra ayuda. Con un poco de calma, se puede hacer todo: nadar, guardar la ropa y ayudar a que se salven los que no tienen ropa ni saben nadar. Un abrazo para todos,

Zuga

Julián dejó esta breve nota, la última, sin saber que vendría a ser poco después epitafio y al mismo tiempo prólogo siniestro de un hecho incomprensible, epítome del sinsentido y de la venganza gratuita del vencedor. En esa nota se evidencia la huida, la astuta desconfianza de los que no estaban ya en aquella sede para cuando Zuga llega. También se refleja su propia excesiva confianza (“felicidad ignorante” dice él), confianza ingenua en la cordura del enemigo. Un exceso de confianza que será fatal poco después. Zuga confiaba en la gente, también en la mala gente, esa a la que él mismo ayudó tantas veces, porque confiaba en el ser humano entero. Así de simple y así de humano.

Gracias a la efectividad del agente secreto Urraca, la Gestapo detuvo y entregó a Zuga a las autoridades franquistas que se encargaron de ajusticiarlo sin justicia ante un tribunal militar. De madrugada, en una noche invernal del 9 de Noviembre de 1940, cuando varias balas atravesaban su pecho, Zuga siguió creyendo y confiando en los seres humanos.