Tercer premio III Certamen “Verano en Re-Read Bilbao”
Por cortesía de:
Un cuento de Joseba González Zuazo
Detrás de M, a pesar de que estaba anocheciendo, entrevista entre altos chopos, podía intuir ya la cuenca del río que atravesaba el amplio valle. La vista se abría a medida que avanzábamos por la que en su día habría sido una carretera local; progresivamente era reconocible ante nosotros el territorio que vimos en el navegador de ruta de mi móvil. En el área pedregosa del arcén hallamos un mirador natural en el que M aprovechó para aparcar. Con esfuerzo desmontó y, sin terminar de situarse firmemente en el piso, giró su cabeza según pasaba yo a su lado:
─¿Lo ves?, ¡Te lo dije, la carretera no aparece en el maldito navegador! -gritó al tiempo que ponía el caballete a la moto.
Le bastó con ver mi expresión para darse cuenta de que al final yo no podía sino reconocer con inquietud lo acertado de sus sospechas. Entumecido el cuerpo por las horas de conducción, se alejó cojeando unos metros y se encumbró en unas rocas prominentes desde las que se obtenía una vista aún más amplia del valle. Las sombras se iban adueñando fatalmente del paisaje y el viento se sentía ahora húmedo. Se quedó allí un buen rato y tan solo a mi tercera advertencia salió M de su ensimismamiento. Con dos gestos le advertí de que tocaba ponerse a resguardo y dar con algún sitio para pasar la noche.
A unos cuatro kilómetros hallamos un camino que descendía desde la carretera y que terminaba en un claro entre pinos en el que había una construcción de ladrillo rojo; la estación de una vieja línea de ferrocarril. La puerta carcomida aguantó apenas dos golpes secos. En silencio, en parte por precaución, en parte por cansancio, nos ocupamos de trasladar el equipaje al interior. Al rato estábamos tendidos sobre un lecho improvisado con ramas y helechos secos sobre los que dispusimos los sacos de dormir. A pesar de que afuera había comenzado a llover tan sólo oíamos el recuerdo sonoro del rugir de los motores en nuestra cabeza. M se dejó vencer pronto por el cansancio, tal vez también por el desánimo.
─Te lo dije… -dijo en el límite de la consciencia para caer al momento en un profundo sueño.
En un maletín de cuero M guardaba todo lo que poseía de valor: el poco dinero que le quedaba, sus dosis de azúcar y sus antiguos mapas. Alargué la mano y saqué a tientas el de la última ruta. El frontal ofrecía la luz justa a mi retina como para ver en el mapa la línea zigzagueante de la carretera que nos había traído hasta aquí y que no aparecía en el navegador. Los viejos mapas, impresos hace décadas, no pueden desdecir a los navegadores digitales actuales, éstos imponen su realidad a base de algoritmos que hacen desaparecer los sitios que ya no se transitan, los nombres que ya nadie recuerda. Ahí estaban, en el mapa, en letras diminutas, apiñados, límites territoriales, curvas de nivel, topónimos y, cómo no, apenas legibles, los identificadores viarios de la inexistente carretera. También en este viejo mapa de papel se va borrando poco a poco con el uso de tantos años. Los minúsculos caracteres del mapa que coinciden en los pliegues de los cuadrantes del mapa se borran con el roce.
Apagué la luz y me dejé caer. Sentí cómo el peso del agotamiento me hundía de forma implacable mientras mi mente se distraía, perezosa, con los patrones sonoros de la tormenta y el ritmo cadencioso de la lluvia en el exterior. Poco a poco me sentí desaparecer, gastado, viejo, como las inscripciones que se borran en los pliegues de los mapas de papel.